La Familia Franciscana

20.3.10



Es una la familia y nuestro emblema:
Los dos brazos en cruz: Francisco y Cristo;
Que sea Paz y Bien al mundo amado
por el cordón seráfico ceñido.

Hermanos franciscanos, Cristo es uno,
en múltiples carismas indiviso;
la Iglesia es una, bella de su Esposo,
la vid y los sarmientos, Cuerpo Místico.

¡Oh Santa Humanidad, Encarnación
que muestra vivo a Dios en Jesucristo,
hermanos somos, hijos en el Hijo,
del seno de María renacidos!

La pura sencillez y la alegría,
cual pobres, cual humildes y pacíficos,
misterio de Belén y del Calvario
serán signo de amor, que es nuestro signo.

Jesús Eucaristía hasta la vuelta,
en ti nos reúnes, nos unimos;
tu luz y tu presencia y tu fragancia,
queremos esparcir agradecidos.

Hagamos unidad en la alabanza,
loando con Francisco al Uno y Trino.
¡Cantad, cantemos juntos, creaturas:
Honor y bendición a Dios Altísimo!

Amén

Fr. Rufino María Grández, OFM Cap

...Entonces Jesús les dijo esta parábola...

15.3.10



Observando al Padre logro distinguir tres caminos que llevan a una auténtica paternidad misericordiosa: el dolor, el perdón y la generosidad. Puede parecer extraño que el dolor conduzca a la misericordia. Pero así es. El dolor me lleva a dejar que los pecados del mundo -incluidos los míos- desgarren mi corazón y me hagan derramar lágrimas, muchas lágrimas por ellos. Si no son lágrimas que brotan de los ojos, por lo menos son lágrimas del corazón. Este dolor es oración.

El segundo camino que conduce a la paternidad espiritual es el perdón. Por el perdón constante es cómo vamos llegando a ser como el Padre. Él perdón es el camino para superar el muro y acoger a los demás en el corazón sin esperar nada a cambio.

El tercer camino para llegar a ser como el Padre es la generosidad. En la parábola, el Padre del hijo que se va no sólo le da todo lo que le pide, sino que le colma de regalos cuando vuelve. Y al hijo mayor le dice: “Todo lo mío es tuyo". El Padre no se reserva nada. Lo mismo que el Padre se vacía de sí mismo por sus propios hijos, así debo darme a mis hermanos y hermanas. Jesús deja entender a las claras que en esta oblación está el signo del verdadero discípulo: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos". Darse supone una auténtica disciplina, porque no es algo que brota automáticamente. Cada vez que doy un paso en dirección a la generosidad, me muevo del temor al amor.

Como Padre, debo creer que todo lo que el corazón humano desea se puede encontrar en casa. Como Padre, debo tener el valor de asumir la responsabilidad de una persona espiritualmente adulta y creer que el gozo verdadero y la satisfacción plena sólo pueden venir acogiendo en casa a los que han sido ofendidos y heridos en el viaje de su vida y amándolos con un amor que no pide ni espera nada a cambio.

Se da un vacío terrible en esta paternidad espiritual. Pero este vacío terrible es también el lugar de la verdadera libertad. Libre de recibir la carga de los otros, sin necesidad de valorar, clasificar, analizar. En este estado del ser que no se permitiría nunca juzgar, puedo engendrar una confianza liberadora (H. Nouwen, L'abbraccio benedicente, Brescia 1994, 190-199, passim).