La persona de san Francisco de Asís

2.12.09

¿Quién no sabe algo de este santo? De su conocimiento universal dan testimonio los nombres que la tradición franciscana y popular le han dado. Él es el Pobrecillo de Asís, el Serafín de Asís, el Hermano universal, el otro Cristo, el cantor de la naturaleza, incluso el Hermano global.

Y entre todos esos nombres, que describen su personalidad y carisma, hay dos rasgos que no se pueden olvidar: su vida está orientada a Cristo y a los hermanos. Para él todo tiene sentido o no lo tiene según esté inspirado por Cristo o dirigido a él.

Pero no fue siempre así. Porque él nació en el seno de una familia burguesa, en la que aprendió de su padre a confiar más en el dinero, en el poder y en el prestigio que en Dios. Era el año 1181/82 cuando, mientras su padre estaba ausente en uno de sus viajes de negocios a Francia, nació el niño que, por deseo de su padre y por la admiración de este a aquel país, se llamaría Francesco.

Cuando se dirigía al campo de batalla, bien protegido por su armadura de caballero, sintió el llamado de Dios a cambiar de rumbo y obedeció sin saber qué iba a hacer, exponiéndose a la burla de sus amigos y a la ira de su padre. Pero no había vuelta atrás. Forzado por la intolerancia de su padre, llegó a despojarse de todo y ponerse en las manos de su Padre celestial ante la vista atónita de quienes asistieron a aquel juicio ante el Obispo de Asís: “Desde ahora ya no llamara padre a Pedro Bernardone, sino que diré: Padre nuestro, que estás en el cielo…”.

Y es, a partir de ese día, cuando Francisco comienza un viaje de evangelizador itinerante, que caracterizará su vida, que le dará la alegría de proclamarse “heraldo del gran Rey” y la osadía de anhelar con toda su alma dar su vida por Cristo, para lo cual se dirigirá al norte África, predicando el evangelio a los musulmanes. Pero ese no era el plan de Dios. Su martirio sería otro. El experimentará ser crucificado con Cristo en vida durante dos años con los estigmas corporales, que Dios le concede el año 1224, mientras ora y ayuna la cuaresma de San Miguel Arcángel en el monte Alvernia.

Sin embargo, a pesar de sus pruebas y enfermedades, a pesar de vivir crucificado con Cristo no pierde la alegría y no deja de cantar las alabanzas de Dios. Admira las creaturas porque le recuerdan a Cristo. Bendice a Dios por el hermano sol, porque le recuerda a Cristo, “el sol de justicia”; aparta los gusanos del camino porque le recuerdan a Cristo, que en su pasión “parece un gusano y no hombre”; rescata a un corderito que va a ser sacrificado en el rastro, porque le recuerda a Cristo “el Cordero de Dios”. Cuando pide en el Padre nuestro “el pan nuestro de cada día”, pide a Dios “su amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo”; cuando pide a Dios que “perdone nuestras deudas”, está pensando en “el valor de la pasión de su amado Hijo”. Y llora aun en público porque “el amor (Cristo) no es amado”. Entre sus amores consentidos están los “hermanos leprosos”, pues le recuerdan dramáticamente y de modo irresistible a Cristo en su Pasión.

Y como broche de oro, recodamos una oración preferida suya: “Señor, que yo muera por amor de tu amor, ya que Tú te dignaste morir por amor de mi amor”.

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